En la industria de la publicidad y las comunicaciones, en muchas ocasiones, hemos sido responsables de construir y vender ideales que tal vez algunas veces son inalcanzables. Nos hemos encargado de proyectar la imagen de la mujer perfecta: la que logra todo, sin esfuerzo aparente, sin margen para fallar o mostrar vulnerabilidad. Este mensaje, que encuentra eco en campañas y narrativas, ha alimentado una presión insostenible para muchas mujeres, especialmente aquellas que asumen múltiples roles en su vida diaria.
Soy mamá, profesional y persona, y aunque en apariencia esas facetas se pueden equilibrar, en la práctica, ese balance a menudo parece frágil. He vivido la constante presión de cumplir con un estándar que, siendo honesta, ni siquiera es realista. Durante años, intenté cumplir con el ideal de ser la mejor en cada ámbito: la profesional destacada, la amiga infalible, la hija atenta y, desde hace un año, la mamá perfecta. Sin embargo, este esfuerzo por ser impecable en todo solo me ha dejado exhausta y llena de culpa.
La culpa es una compañera frecuente: por no estar lo suficientemente presente con mi hijo cuando estoy trabajando; por no ser completamente accesible para mi equipo cuando estoy en casa. Una culpa constante que nos hace sentir insuficientes en todas las áreas de la vida.
La "perfección" es un constructo social que, aunque se percibe como un símbolo de éxito, puede ser profundamente destructivo. Nos empuja a la autocrítica constante, a la comparación con otros y, al final, nos aleja de lo que realmente importa: nuestra salud emocional y nuestra autenticidad.
Para mí, la maternidad ha sido el desafío más grande de mi vida profesional. La idea de ser una mamá siempre atenta, dispuesta y capaz contrasta con la realidad de la vida laboral moderna. Es imposible hacerlo todo al mismo tiempo, y mucho menos hacerlo perfectamente. Aprender a decir "no", a reconocer mis límites y a priorizar lo esencial ha sido una lección difícil, pero necesaria.
Mi perspectiva cambió cuando entendí que el éxito no se mide por cumplir con las expectativas ajenas, sino por ser fiel a una misma. Aceptar mis imperfecciones me ha permitido estar más presente tanto en mi vida profesional como personal. Ahora, en lugar de esforzarme por ser la mejor en todo, me enfoco en ser la mejor versión de mí misma en cada momento.
Parte fundamental de este proceso ha sido encontrar un entorno laboral que respete esa dualidad y valore el equilibrio entre la vida personal y profesional. Desde hace casi dos años, tengo la fortuna de contar con un equipo y un líder que promueven un ambiente donde el bienestar de los colaboradores es prioridad. Contar con flexibilidad y comprensión en el trabajo no solo me ha ayudado a cumplir con mis responsabilidades, sino también a tomar decisiones más saludables para mi tiempo y energía.
Sin embargo, esta no debería ser la excepción. Nuestra industria tiene el poder y la responsabilidad de replantear los estándares que perpetúan estas exigencias inalcanzables. Necesitamos crear espacios que permitan a las mujeres, especialmente a las mamás, cumplir con sus diversos roles sin sentir que están fallando constantemente.
Es hora de dejar de alimentar el mito de la perfección y empezar a priorizar lo que realmente importa: autenticidad, autocompasión y equilibrio. Esto no solo beneficiará a quienes trabajamos en esta industria, sino también a las marcas que representamos, al reflejar mensajes más reales y conectados con las personas.
Al final, ser mamá, profesional y persona no es tarea fácil, pero es posible cuando dejamos de lado las expectativas irreales y nos damos permiso para ser humanas. La vulnerabilidad no es debilidad, sino una fortaleza que nos permite conectar con los demás y crecer. Así, cada paso hacia una versión más realista de nosotras mismas no solo nos acerca a quienes queremos ser, sino que también envía un mensaje poderoso: podemos construir un entorno más empático y genuino para todos.
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